La infancia es un periodo fundamental, en donde lo aprendido se vuelve parte del resto de nuestra vida. Una de las enseñanzas que me parece más valiosas son las reglas de cortesía en la mesa o cuando estás en compañía de alguien. Son muy pequeñas en apariencia y tal vez pasen inadvertidas en la cotidianidad. Sin embargo, encierran una profundidad enorme. Por ejemplo, al estar sentados en la mesa, antes de servirnos un vaso con agua, primero debíamos ofrecérselo a las personas cercanas. O también, cuando abríamos una galleta, primero debíamos ofrecerlo a los demás antes de comerlo nosotros.
Estas son cosas que a uno le van marcando de a pocos, y es necesario que los papás sean más conscientes de la virtud que está detrás de estos gestos tan sencillos: “es bueno ser generosos”, “es algo bueno para uno y para los demás no pensar primero en uno mismo, sino en el otro”. Como decíamos, esto es una educación que se hace a través de acciones tan sencillas y cotidianas como las reglas de cortesía en la mesa o al llegar a casa.
Cuando estos pequeños comportamientos son repetidos a lo largo de la infancia -y sobre todo concientizados, razonados y queridos por su bondad- terminan generando un hábito bueno. Es decir, una virtud. Este proceso de aprendizaje es mejor aún, si el niño ve que sus papás realizan este tipo de acciones de manera natural y alegre. De este modo, sin decirle nada al pequeño, van reforzando ese aprendizaje y se le va haciendo “como una segunda naturaleza”, para siempre. Aquí podemos recordar el dicho popular: “las palabras convencen pero el ejemplo arrastra”.
Así, al niño se le va formando la idea de que lleva detrás una tradición de generosidad, de que sí se puede renunciar a cosas en favor de otros, la convicción de que es “mejor” pensar y hacer en beneficio del otro antes que en el propio.
Todo esto a nivel natural es ya algo espectacular, seas católico o no. Después de todo, ¿quién puede negar que la generosidad y la abnegación son virtudes necesarias para ser feliz y sobrevivir en la vida?
Pero si todo esto lo llevamos a un plano sobrenatural, es aún mejor, es sublime, porque es lo que nuestro Buen Jesús vino justamente a enseñarnos como necesario para salvarnos y lo hizo con sus palabras y con su ejemplo. Mt 16,24-25: “Entonces les dijo Jesús a sus discípulos: -Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará.” Cuando el niño escuche este evangelio por primera vez y sus papás le expliquen que dar una galleta al compañero o servir un vaso de agua al vecino es “negarse a sí mismo”, es “perder la vida” por el otro, entonces están educándolo cristianamente. Podrá entender qué significa “cargar la propia cruz” en el colegio, en la familia, en la enfermedad. Será natural no pensar tanto en sí mismo, sino primero en Dios, en el beneficio de los demás. Es decir, entenderá que la abnegación es encontrar a Dios.
Y si somos religiosos o sacerdotes, ¿no haremos esto con mayor ahínco? No solo hablo de la educación en la catequesis o predicación, sino en el ejemplo de abnegación y de amor a Dios. Recordemos que nos movemos en un plano sobrenatural y el fruto de nuestro apostolado depende de nuestra vida de intimidad con Dios, de cómo vivimos aquello que enseñamos.
Pidamos a la Virgen que nos eduque en las pequeñas renuncias diarias para poder educar a los demás y para poder seguir a Cristo cada vez más de cerca cuando las cruces que nos presente sean cada vez más hermosas.