Perfección de la maternidad espiritual de María

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La Virgen María, Royo Marín, OP (pp. 135-138)

98. Escuchemos a un excelente mariólogo contemporáneo exponiendo este emocionante aspecto de la maternidad espiritual de María sobre nosotros: su admirable y maravillosa perfección[1]:

«¿Se dice bastante afirmando que María ha contribuido tan verdaderamente a nuestro nacimiento espiritual como nuestras madres al nacimiento natural? ¿No ha contribuido mucho más?

99. a) Objeciones y respuestas. A primera vista es verdad que la maternidad espiritual de María puede parecer menos real que la maternidad natural de nuestras madres. La vida espiritual que vivimos la ha creado Dios y no María. La Virgen no es más que un instrumento secundario en la comunicación que Dios nos hace.

Efectivamente; pero tal es precisamente el caso de nuestras madres también respecto a nuestra vida natural. Este ser maravilloso que es un niño no puede crearlo una criatura humana. Sólo Dios ha creado los elementos que formarán su cuerpo y la vida que lo animará; sólo Dios crea e infunde a estos elementos el alma racional. La madre no es más que el instrumento secundario del cual se sirve para comunicar la vida natural al niño. Del mismo modo, María es el instrumento secundario por el cual quiere comunicarnos nuestra vida sobrenatural (el instrumento primario es Cristo-hombre).

Mas como instrumento secundario María desarrolla una actividad incomparablemente superior a la de nuestras madres. Nuestras madres no saben cómo ellas obran esta maravilla humana ni las cualidades de la maravilla que obran. «Yo no sé— dijo a sus siete hijos en el momento de su martirio la heroica madre de que nos habla el segundo libro de los Macabeos—, yo no sé cómo habéis aparecido en mis entrañas. No soy yo quien os ha dado el espíritu y la vida. No soy yo quien os ha reunido los elementos que componen vuestro cuerpo» (2 Mac 7,22). María, en cambio, se da cuenta de su actividad sobrenatural; en ella puso y pone toda su inteligencia, todo su corazón y toda su voluntad, y puso en otro tiempo todas sus angustias. Y conoce exactamente todas las cualidades y todas las energías sobrenaturales de los que engendra a la gracia.

Es verdad asimismo que nuestras madres nos han dado una parte de su sustancia para comunicarnos la vida, y no así María para darnos la vida sobrenatural. Sea; pero esto prueba solamente que María nos da una vida superior a la vida física. En el orden de las cosas espirituales no ocurre lo mismo: el sabio comunica su ciencia, el orador su emoción, el santo su amor a Dios, sin privarse por ello de lo que poseen.

María, viviendo plenamente de Dios, nos hace vivir de esta vida divina de que ella vive, conservándola toda entera. ¿No es, acaso, éste el modo como Dios nos comunica la vida? Nos hace vivir nuestra vida natural y nuestra vida sobrenatural sin despojarse de parte alguna de su sustancia, y, sin embargo, es nuestro verdadero, nuestro único Padre, ya que «de Él toma nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra» (Ef 3,15), y, según las enseñanzas mismas de nuestro Señor, nosotros no tenemos «más que un solo Padre, que está en los cielos» (M t 23,9).

100. b) Pruebas directas. Las objeciones que acabamos de ver prueban ya la superioridad de la vida que recibimos de nuestra Madre espiritual sobre toda vida natural. Pero la superioridad brillará, sobre todo, en la comparación directa de las dos vidas.

Lo que, desde luego, pone una distancia en cierto modo infinita entre la vida recibida de nuestros padres y la que nos comunica María, es que ésta es la vida misma de Dios. Ser partícipes de la naturaleza divina, vivir de la misma vida que vive la adorable Trinidad, poder decir que por esta vida hacemos una sola cosa con Cristo, que el principio que lo anima a Él es el mismo que nos anima a nosotros, que su Padre es nuestro Padre…, ¡qué misterios hechos para extasiarnos durante toda la eternidad! Pues bien, María es quien nos engendra a esta vida divina.

Al hacernos partícipes de la vida divina nos hace partícipes también, según la medida de nuestra capacidad, de los atributos de esta vida.

  • Por ella vivimos una vida destinada a durar para siempre, como la de Dios. La vida que nos dan nuestras madres terrestres pasa en un instante. Aparece como una chispa y al momento ya se ha apagado. ¿Qué es este simulacro de vida frente a una vida que después de millones de siglos— para hablar humanamente— está todavía en su principio?
  • Por ella vivimos una vida inefablemente dichosa a semejanza de la de Dios. Nuestras madres nos dan a luz en el dolor y también para el dolor. La vida que ellas nos dan hay que vivirla en un valle de lágrimas. ¿Quién contará las penas, las angustias, las decepciones, los remordimientos de que está hecha? La que recibimos de María es una vida de dicha; de inefable dicha aun aquí abajo en medio de las pruebas de nuestra vida natural; de dicha incomprensible, sobre todo en el más allá, pues en el más allá participaremos de la beatitud misma de Dios. ¡Qué maternidad la que nos comunica una vida así!

Al lado de estas diferencias esenciales entre las dos vidas existen algunas otras menos fundamentales, pero muy importantes también.

  • La vida que nos da María puede ella devolvérnosla si la perdemos. Muere un niño: su madre llorará y se lamentará; pero las lágrimas y la desesperación de la infeliz no devolverán el aliento al cadáver. Ella no ha podido dar la vida a este pequeño ser más que una sola vez. Muy al contrario, nuestra Madre celestial tiene el poder de devolver la vida a sus hijos, siempre que ellos por una decisión obstinada no hayan elegido la eterna condenación. Cien veces, mil veces, tantas cuantas, habiéndola perdido por una falta grave, recurran a ella para obtener el perdón de Dios. Aún más, ella misma es quien los mueve a pedirle la restauración de su vida divina.
  • Después de haberlos dado al mundo, las madres terrestres nutren a sus hijos, los educan, velan por sus necesidades materiales y morales. Sin embargo, estos solícitos cuidados no se los prodigan más que durante algunos años. Llega una hora en que ven a sus hijos alejarse de ellas para inaugurar una existencia independiente. No acontece lo mismo en las relaciones con nuestra Madre celestial. Durante toda nuestra vida será menester que ella intervenga en nuestras necesidades espirituales. Durante todo el tiempo que estemos sobre la tierra somos, con respecto a ella, como niños pequeñitos, que tienen necesidad de su madre para el menor movimiento. Pues sin la gracia no podemos hacer nada sobrenatural, y toda gracia nos viene de nuestra Madre celestial. Como San Pablo, pero con mucha más razón y verdad, nos puede decir: «¡Hijitos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto hasta ver a Cristo formado en vosotros!» (Gál 4,19).

Otro aspecto convendría aún estudiar de esta maternidad muy importante también. Una sola palabra resume la idea de madre: el amor. ¿Qué puede ser el amor de la madre humana más tierna que podamos soñar comparado con el amor que nos tiene nuestra Madre celestial? María nos ama como sólo puede amar la madre más perfecta que la naturaleza y la gracia han formado; nos ama con el amor mismo con que ama a Jesús, pues nosotros formamos una sola cosa con El.

101. c) María, madre ideal. Para elevarse de las cualidades de las criaturas hasta los atributos de Dios, los teólogos emplean un doble método: el de eliminación y el de eminencia. El primero consiste en eliminar de Dios todas las cualidades de las criaturas que impliquen imperfección (v.gr., la ignorancia, la debilidad, malas inclinaciones, etc.). El segundo consiste en elevar hasta el sumo grado las cualidades que encierran perfección positiva (ciencia, amor, generosidad, etc.).

 Ahora bien: guardando las debidas proporciones, podemos seguir un método análogo para elevarnos de la maternidad natural de nuestras madres terrestres hasta la maternidad espiritual de María. Todo lo que en nuestras madres es imperfección, defecto, debilidad; todo lo que les impide ser plenamente madres, está ausente de María. En cambio, toda la perfección y la actividad positiva que encierra el vocablo madre se halla en nuestra Madre celestial, pero en el grado más alto que podamos concebir en una criatura. María, y ella sola, posee la maternidad en toda su pureza y plenitud, y nuestras madres en tanto son madres en cuanto se asemejan a esta Madre ideal».


[1] Cf. Neubert, María en el dogma p.62-67, con pequeños retoques de estilo.

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