Testamento del 6 de marzo de 1979 (y añadiduras sucesivas):
«Totus Tuus ego sum»
En el nombre de la Santísima Trinidad. Amén.
«Velad, pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor» (cf. Mt 24, 42). Estas palabras me recuerdan la última llamada, que llegará en el momento en el que quiera el Señor. Deseo seguirle y deseo que todo lo que forma parte de mi vida terrena me prepare para ese momento. No sé cuándo llegará, pero al igual que todo, pongo también ese momento en las manos de la Madre de mi Maestro: «Totus tuus». En estas mismas manos maternales lo dejo todo y a todos aquellos a los que me ha unido mi vida y mi vocación. En estas manos dejo sobre todo a la Iglesia, así como a mi nación y a toda la humanidad. Doy las gracias a todos. A todos les pido perdón. Pido también oraciones para que la misericordia de Dios se muestre más grande que mi debilidad e indignidad.
Durante los ejercicios espirituales he releído el testamento del Santo Padre Pablo VI. Esta lectura me ha impulsado a escribir este testamento.
No dejo tras de mí ninguna propiedad de la que sea necesario tomar disposiciones. Por lo que se refiere a las cosas de uso cotidiano que me servían, pido que se distribuyan como se considere oportuno. Que los apuntes personales sean quemados. Pido que vele sobre esto don Stanislaw, a quien agradezco su colaboración y ayuda tan prolongada a través de los años y tan comprensiva.
Todos los demás agradecimientos los dejo en el corazón ante Dios mismo, pues es difícil expresarlos.
Por lo que se refiere al funeral, repito las mismas disposiciones que dio el Santo Padre Pablo VI (aquí hay una nota al margen: el sepulcro en la tierra, no en un sarcófago, 13.III.92). Con respecto al lugar, decida el Colegio cardenalicio y mis compatriotas.
«Apud Dominum misericordia et copiosa apud Eum redemptio»
Juan Pablo pp. II
Roma, 6.III.1979
Tras la muerte, pido santas misas y oraciones.
5.III.1990
Hoja sin fecha:
Expreso mi más profunda confianza en que, a pesar de toda mi debilidad, el Señor me conceda todas las gracias necesarias para afrontar, según su voluntad, cualquier tarea, prueba y sufrimiento que quiera pedir a su siervo, en el transcurso de la vida. Confío también en que no permita nunca que, a través de cualquier actitud mía: palabras, obras u omisiones, traicione mis obligaciones en esta santa Sede de Pedro.
24.II.1980 —1.III.1980
También durante estos ejercicios espirituales he reflexionado sobre la verdad del sacerdocio de Cristo en la perspectiva de ese tránsito que para cada uno de nosotros es el momento de la propia muerte. Del adiós a este mundo, para nacer al otro, al mundo futuro, es signo elocuente (añadido encima: decisivo) para nosotros la resurrección de Cristo.
Por eso, he leído la redacción de mi testamento del último año, realizado también durante los ejercicios espirituales. Lo he comparado con el testamento de mi gran predecesor y padre Pablo VI, con ese sublime testimonio sobre la muerte de un cristiano y de un Papa, y he renovado en mí la conciencia de las cuestiones a las que se refiere la redacción del 6.III. 1979, preparada por mí (de manera más bien provisional).
Hoy sólo quiero añadir esto: que todos debemos tener presente la perspectiva de la muerte. Y debemos estar dispuestos a presentarnos ante el Señor y Juez, y simultáneamente Redentor y Padre. Por eso, yo también tengo presente esto continuamente, encomendando ese momento decisivo a la Madre de Cristo y de la Iglesia, a la Madre de mi esperanza.
Los tiempos en que vivimos son sumamente difíciles y agitados. Se ha hecho también difícil y tenso el camino de la Iglesia, prueba característica de estos tiempos, tanto para los fieles como para los pastores. En algunos países (como, por ejemplo, en uno sobre el que he leído durante los ejercicios espirituales), la Iglesia se encuentra en un período de persecución tal, que no es inferior a las de los primeros siglos, más aún, las supera por el nivel de crueldad y de odio. «Sanguis martyrum, semen christianorum». Además de esto, muchas personas desaparecen inocentemente, también en este país en el que vivimos…
Una vez más, deseo encomendarme totalmente a la gracia del Señor. Él mismo decidirá cuándo y cómo tengo que terminar mi vida terrena y el ministerio pastoral. En la vida y en la muerte «Totus Tuus», mediante la Inmaculada. Aceptando ya desde ahora esa muerte, espero que Cristo me dé la gracia para el último paso, es decir, la Pascua (mía). Espero que también la haga útil para esta causa más importante a la que trato de servir: la salvación de los hombres, la salvaguarda de la familia humana y, en ella, de todas las naciones y pueblos (entre ellos, me dirijo también de manera particular a mi patria terrena); que sea útil para las personas que de manera particular me ha confiado, para la Iglesia, para la gloria del mismo Dios.
No deseo añadir nada a lo que ya escribí hace un año: sólo expresar esta disponibilidad y, al mismo tiempo, esta confianza, a la que me han impulsado de nuevo estos ejercicios espirituales.
Juan Pablo pp. II
«Totus Tuus ego sum»
5.III.1982
Durante los ejercicios espirituales de este año he leído (varias veces) el texto del testamento del 6.III.1979. Aunque lo sigo considerando provisional (no definitivo), lo dejo en la forma en la que está. No cambio (por ahora) nada, y tampoco añado nada por lo que se refiere a las disposiciones que contiene.
El atentado contra mi vida, el 13.V.1981, en cierto sentido me ha confirmado la exactitud de las palabras escritas en el período de los ejercicios espirituales de 1980 (24.II 1.III).
Siento cada vez más profundamente que me encuentro totalmente en las manos de Dios y me pongo continuamente a disposición de mi Señor, encomendándome a él en su Inmaculada Madre (Totus Tuus).
Juan Pablo pp. II
5.III.1982
En relación con la última frase de mi testamento del 6.III.1979 («Sobre el lugar, es decir, el lugar del funeral, que decida el Colegio cardenalicio y mis compatriotas»), aclaro que me refiero al arzobispo metropolitano de Cracovia o al Consejo general del Episcopado de Polonia. Por otra parte, pido al Colegio cardenalicio que, en la medida de las posibilidades, acceda a las posibles peticiones de los antes mencionados.
1.III.1985 (durante los ejercicios espirituales):
Vuelvo sobre lo que se refiere a la expresión «Colegio cardenalicio y mis compatriotas»: el «Colegio cardenalicio» no tiene obligación alguna de consultar sobre este asunto a «mis compatriotas»; puede hacerlo si, por algún motivo, lo considera conveniente.
JPII
Ejercicios espirituales del Jubileo del año 2000
12-18.III
(para el testamento)
1. Cuando, en el día 16 de octubre de 1978, el Cónclave de los cardenales escogió a Juan Pablo II, el primado de Polonia, cardenal Stefan Wyszynski, me dijo: «La tarea del nuevo Papa consistirá en introducir a la Iglesia en el tercer milenio». No sé si repito exactamente la frase, pero al menos este era el sentido de lo que entonces escuché. Lo dijo el hombre que ha pasado a la historia como Primado del milenio. Un gran primado. Fui testigo de su misión, de su entrega total, de sus luchas: de su victoria. «La victoria, cuando llegue, será una victoria a través de María»: el Primado del milenio solía repetir estas palabras de su predecesor, el cardenal August Hlond.
De este modo, fui preparado en cierto sentido para la tarea que el día 16 de octubre de 1978 se presentó ante mí. En el momento en el que escribo estas palabras, el Año jubilar de 2000, ya es una realidad en acto. La noche del 24 de diciembre de 1999, se abrió la simbólica Puerta del gran jubileo en la basílica de San Pedro y, después, la de San Juan de Letrán; y luego, el primer día del año, la de Santa María la Mayor; y, el 19 de enero, la Puerta de la basílica de San Pablo extramuros. Este último acontecimiento, a causa de su carácter ecuménico, ha quedado grabado en la memoria de manera particular.
2. A medida que avanza el Año jubilar 2000, día a día se cierra detrás de nosotros el siglo XX y se abre el siglo XXI. Según los designios de la Providencia, se me ha concedido vivir en el difícil siglo que está transformándose en pasado, y ahora, en el año en que mi vida llega a los ochenta años («octogesima adveniens»), es necesario preguntarse si no ha llegado la hora de repetir con el bíblico Simeón: «Nunc dimittis».
En el día 13 de mayo de 1981, el día del atentado contra el Papa durante la audiencia general en la plaza de San Pedro, la divina Providencia me salvó milagrosamente de la muerte. El que es único Señor de la vida y de la muerte me prolongó esta vida; en cierto sentido, me la dio de nuevo. A partir de ese momento le pertenece aún más a él. Espero que me ayude a reconocer hasta cuándo tengo que continuar este servicio, al que me llamó el día 16 de octubre de 1978. Le pido que me llame cuando él mismo quiera. «En la vida y en la muerte pertenecemos al Señor… Del Señor somos» (cf. Rm 14, 8). Espero también que, mientras pueda cumplir el servicio petrino en la Iglesia, la misericordia de Dios me dé las fuerzas necesarias para este servicio.
3. Como cada año, durante los ejercicios espirituales, he leído mi testamento del 6.III.1979. Sigo manteniendo las disposiciones que contiene. Lo que entonces, y también durante los sucesivos ejercicios espirituales se ha añadido, refleja la difícil y tensa situación general que ha marcado los años ochenta. Desde el otoño del año 1989, esta situación ha cambiado. La última década del siglo pasado ha quedado libre de las precedentes tensiones; esto no significa que no haya traído consigo nuevos problemas y dificultades. Bendita sea la Providencia Divina, de manera particular, porque el período de la así llamada «guerra fría» ha terminado sin el violento conflicto nuclear, un peligro que se cernía sobre el mundo en el período precedente.
4. Al estar en el umbral del tercer milenio «in medio Ecclesiae», deseo expresar una vez más gratitud al Espíritu Santo por el gran don del concilio Vaticano II, con respecto al cual, junto con la Iglesia entera, y en especial con todo el Episcopado, me siento en deuda. Estoy convencido de que durante mucho tiempo aún las nuevas generaciones podrán recurrir a las riquezas que este Concilio del siglo XX nos ha regalado. Como obispo que participó en el acontecimiento conciliar desde el primer día hasta el último, deseo confiar este gran patrimonio a todos los que están y estarán llamados a aplicarlo. Por mi parte, doy las gracias al eterno Pastor, que me ha permitido estar al servicio de esta grandísima causa a lo largo de todos los años de mi pontificado.
«In medio Ecclesiae»… Desde los primeros años del servicio episcopal —precisamente gracias al Concilio— me ha sido posible experimentar la comunión fraterna del Episcopado. Como sacerdote de la archidiócesis de Cracovia, había experimentado lo que significaba la comunión fraterna del presbiterio. El Concilio ha abierto una nueva dimensión de esta experiencia.
5. ¡A cuántas personas debería mencionar aquí! Probablemente el Señor Dios ha llamado a su presencia a la mayoría de ellas. Por lo que se refiere a quienes todavía se encuentran en esta parte, que las palabras de este testamento les recuerden, a todos y por doquier, allí donde se encuentren.
A lo largo de los más de veinte años desde que desempeño el servicio petrino «in medio Ecclesiae», he experimentado la benevolente y particularmente fecunda colaboración de numerosos cardenales, arzobispos y obispos; de muchos sacerdotes; de muchas personas consagradas —hermanos y hermanas—; y, por último, de muchísimas personas laicas, en el ámbito de la Curia, en el Vicariato de la diócesis de Roma, así como fuera de estos ámbitos.
¡Cómo no abrazar con un agradecido recuerdo a todos los Episcopados del mundo, con los que me he encontrado en las sucesivas visitas «ad limina Apostolorum»! ¡Cómo no recordar también a tantos hermanos cristianos, no católicos! ¡Y al rabino de Roma, así como a tantos representantes de las religiones no cristianas! ¡Y a quienes representan al mundo de la cultura, de la ciencia, de la política, de los medios de comunicación social!
6. A medida que se acerca el final de mi vida terrena, vuelvo con la memoria a los inicios, a mis padres, a mi hermano y a mi hermana (a la que no conocí, pues murió antes de mi nacimiento), a la parroquia de Wadowice, donde fui bautizado, a esa ciudad tan amada, a mis coetáneos, compañeras y compañeros de la escuela, del bachillerato, de la universidad, hasta los tiempos de la ocupación, cuando trabajé como obrero, y después a la parroquia de Niegowic, a la de San Florián en Cracovia, a la pastoral de los universitarios, al ambiente…, a todos los ambientes…, a Cracovia y a Roma…, a las personas que el Señor me ha encomendado de manera especial.
A todos sólo les quiero decir una cosa: «Que Dios os dé la recompensa».
«In manus tuas, Domine, commendo spiritum meum».
A.D.
17.III.2000