Lux lucet in tenebris: la luz nace donde se cumple la voluntad de Dios

Lux lucet in tenebris” (Jn 1,5): la luz brilla en las tinieblas.
Y hoy, con esta misa celebrada a la luz de las velas, lo vemos casi con los ojos: Jesús puede iluminar las tinieblas más profundas: las de nuestra alma, las de la historia, las del mal. La luz no se rinde. La luz insiste.

Esta misa es en honor de la Santísima Virgen, y por eso se celebra en Adviento con ese tono tan propio: Rorate Caeli. Lo hemos cantado al inicio: “Destilad, cielos, el rocío; lloved, nubes, al Justo”. Es como si la Iglesia, en medio de la noche, levantara la cabeza y dijera: “Señor, necesitamos que venga el Justo; necesitamos luz”.

Porque Dios siempre hace eso: pone luz donde no hay. Hace aparecer su fuerza, muchas veces de manera silenciosa, cuando alguien cumple su voluntad, aunque el ambiente sea adverso y la oscuridad parezca total.

El canto mismo lo dice con una sinceridad tremenda: “No te enojes, Señor; no te acuerdes más de nuestra maldad… Jerusalén desolada, la casa de tu santidad y tu gloria…”. Es el grito de un pueblo que se siente arrasado. Y sin embargo, vuelve la súplica: “Destilad, cielos, el rocío; lloved, nubes, al Justo”.
Es decir: cuando todo parece perdido, la Iglesia no aprende a desesperar; aprende a pedir.

Y en medio de esa petición aparece el consuelo: “Consuélate, pueblo mío, consuélate… ¿por qué te consumes de tristeza?… Yo te salvaré, no temas; yo soy el Señor tu Dios, el Santo de Israel, tu Redentor”.
Ese “no temas” es clave. Porque para que la luz entre, hace falta algo muy concreto: dejar que la voluntad de Dios entre sin miedo.

Eso lo hemos pedido hoy en la oración colecta, que es preciosa:
“Oh Dios, eterna grandeza, ya que la Virgen Inmaculada, por el anuncio del ángel, acogió tu Verbo inefable y transformada en templo de tu divinidad se llenó con la luz del Espíritu Santo, concédenos que, a ejemplo suyo, aceptemos humildemente tu voluntad.”

Ahí está el camino: María se llenó de la luz del Espíritu Santo porque acogió la voluntad de Dios. No se iluminó por tener todo bajo control, ni por entenderlo todo, sino por decirle “sí” al Señor.

Por eso, cada vez que nosotros queramos iluminarnos —y también iluminar un lugar, un ambiente, un alma— la clave es la misma: hacer la voluntad de Dios sin temor. Sin temor a nuestros pecados (volviendo a Él), sin temor al qué dirán, sin temor al demonio o al mundo. Cuando entra la voluntad de Dios, entra un resplandor que no es nuestro.

Decía san Juan Pablo II una idea que te deja pensando: en un pueblito escondido, Nazaret, por el “sí” de María se encendió una luz que terminó iluminando toda la tierra: Jesús.

Y en esa misma línea, San Juan de la Cruz nos deja una frase que sirve como examen concreto del corazón:
“Donde no hay amor, pon amor y hallarás amor.”
Podemos decirlo también así: donde hay oscuridad, pon la voluntad de Dios… y verás luz.

Pidámosle hoy a María Santísima que nos ayude —como rezamos— a dejarnos llenar de la luz del Espíritu Santo: esa luz que nos hace decirle “sí” a Dios, sin miedo, con confianza sencilla.

Ave María Purísima.


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