Tomar a María en lo más íntimo

Los primeros seis meses de vida son fundamentales. La interacción -o apego- que un niño tiene con sus padres durante esos primeros seis meses influye, directamente en el desarrollo de la personalidad. Una madre que genera un apego seguro hace a los hijos seguros de sí mismos.

Dice Polaino-Lorente:  “la interacción niño-madre es de una gran importancia en la maduración del niño (la madre, por lo general, es el primer ser que el niño conoce). (…) La relación afectiva del niño con su madre le proporciona seguridad, condición indispensable para el desarrollo del niño. (…) las madres que son sensibles a las demandas de atención de sus hijos y las satisfacen, (…) proporcionan un apego seguro y tienen hijos seguros de sí mismos”. (“Fundamentos de psicología de la personalidad”,2003. págs. 55-57) Ya que sabemos que la “gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona”. Y que María es nuestra madre. Podemos preguntarnos: ¿Cómo se ha desarrollado nuestra personalidad a nivel sobrenatural? ¿Tengo la certeza de que mi Madre no me abandona? ¿Que está siempre allí para proveerme de lo que más necesito para la vida sobrenatural? Cuándo mi vida espiritual tambalea, ¿recurro a Ella? No hay madre que sea más sensible a las demandas de sus hijos que la Virgen María. ¿Cómo ha sido nuestra relación con ella?

Nuestras mamás han sido fundamentales para dar sentido a nuestra vida natural. Lo mismo y aún más debemos decir de María. Siguiendo a Phillipe Lersch, podemos encuadrar esta relación en lo que él llama “cordialidad” (gemüt). Resumiendo, podemos decir que es aquella interacción entre algo que consideras valioso, que ilumina tu vida y que se relaciona con lo más íntimo tuyo. (Cfr. “La estructura de la personalidad”, 1966. p. 245) Otro alemán, Benedicto XVI, hablaba de esta intimidad al comentar el pasaje que hemos leído hoy. Escribía en “Jesús de Nazareth” (Tomo III): “Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa” (Jn 19,27). “Ésta es la última disposición, casi un acto de adopción. Él es el único hijo de su madre, la cual, tras su muerte, quedaría sola en el mundo. Ahora pone a su lado al discípulo amado, lo pone, por decirlo así, en lugar suyo, como su propio hijo, y desde aquel momento él se hace cargo de ella, la acoge consigo. La traducción literal es aún más fuerte; se podría expresar más o menos así: la acogió entre sus propias cosas, la acogió en su más íntimo contexto de vida”.  La palabra griega es ἴδιος, “pertinente a uno mismo, es decir propio de uno, separado de lo público”. De allí viene la palabra “idiosincrasia” o “idioma”.

Nosotros, no solo debemos tener una relación más con María, un apego seguro meramente afectivo. Sino que debemos recibirla, tomarla como realmente madre en el ambiente en que Ella se mueve, en el plano sobrenatural de la gracia, que tiene influencia en el plano natural de nuestra existencia. Es decir, tomarla entre lo más íntimo de nuestra vida, en lo escondido, en las alegrías y preocupaciones, en los pensamientos, en nuestras relaciones, en los proyectos, en las conversaciones y tentaciones. En nuestra vocación y en nuestra visión de la Iglesia. Decía Benedicto: “Madre y discípulo: a cada uno se le confía la tarea de ponerla en práctica en la propia vida, tal como está previsto en el plan de Dios. Al discípulo se le pide siempre que acoja en su propia existencia personal a María como persona y como Iglesia, cumpliendo así la última voluntad de Jesús.”

María es Madre nuestra y Madre de la Iglesia. Debemos estar seguros de ello. Nunca abandonó a su Hijo en la Cruz y nunca nos abandonará. Su Corazón Inmaculado triunfará siempre y cuando nosotros la tomemos en lo más íntimo de nuestra vida


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