No podemos solos

Tiempo de lectura: 3 min.

Hemos celebrado al Sagrado Corazón de Jesús y al Inmaculado Corazón de María, hemos meditado acerca del reinado de estos corazones en el mundo, y de cuánto lo deseamos realmente… y hemos visto el contraste con la pequeñez de nuestra fuerza para instaurar ese reinado en un mundo cada vez más contrario a Dios.

Hoy, tenemos un mensaje de consuelo y esperanza: nosotros no podemos hacerlo… ¿cómo?… Así es, es un consuelo porque no depende de nosotros hacerlo crecer, depende de Dios. Es decir, nosotros debemos poner todos los medios humanos que tengamos, manifestando siempre la verdad y viviendo consecuentemente; y también debemos poner los medios sobrenaturales, confesándonos, comulgando, haciendo oración, penitencia, viviendo nuestra consagración a Jesús y a María para que reinen en nosotros. Sin embargo, el único que puede hacer crecer ese reino de gracia, es Dios.

Benedicto XVI[1] lo decía así: “el reino de Dios, aunque requiere nuestra colaboración, es ante todo don del Señor, gracia que precede al hombre y a sus obras. Nuestra pequeña fuerza, aparentemente impotente ante los problemas del mundo, si se suma a la de Dios no teme obstáculos, porque la victoria del Señor es segura.”

La victoria de Dios es segura, porque es el Creador, está infinitamente por encima de todas las criaturas, incluyendo el demonio, los hombres corruptos, el comunismo ateo, las enfermedades, nuestros propios pecados y también aquello que está en nuestro corazón y que a veces parece indescifrable para nosotros.

Imagínate, si Dios pudo producir todo lo creado “de la nada”, incluyendo el Reino de los Cielos, ¿acaso no podrá producir en ti deseos de santidad, deseos de no vivir la fe mediocremente, de finalmente abandonarte a él? ¿acaso no hará producir en ti esa semilla de gracia que ha sembrado en el bautismo? ¿acaso no te dará lo necesario para que germine y dé todo el fruto que él puede sacar de nuestra nada?

Sí puede, porque es Dios. Es el Espíritu Santo quien nos santifica sin que sepamos cómo. Solo nos pide docilidad, decirle que sí, cuidar la tierra de nuestra alma, hacer lo posible por cultivarla, pero saber que es Su obra.

Decía San Francisco de Sales[2]:

“[…] Nuestras obras, como el granito de mostaza, no son comparables a la grandeza del árbol de gloria que producen, pero tienen, sin embargo, el vigor y la virtud de operar esa gloria, pues proceden del Espíritu Santo, el cual, por una admirable infusión de gracia en nuestros corazones, hace suyas nuestras obras, y, al mismo tiempo, deja que sigan siendo nuestras, pues somos miembros de una Cabeza, de la cual Él es el Espíritu y estamos injertados en un árbol del cual Él es la savia divina.”

Benedicto XVI[3] decía: “Todo cristiano, por tanto, sabe bien que debe hacer todo lo que esté a su alcance, pero que el resultado final depende de Dios: esta convicción lo sostiene en el trabajo diario, especialmente en las situaciones difíciles. A este propósito escribe san Ignacio de Loyola: «Actúa como si todo dependiera de ti, sabiendo que en realidad todo depende de Dios» (cf. Pedro de Ribadeneira, Vida de san Ignacio de Loyola).”

Pidamos a nuestra Madre confiar en la victoria de su Hijo, solo Él es Dios, es el Creador y gobierna sobre sus criaturas. Especialmente cuida con amor ese campo que es nuestra alma y en donde ha querido plantarse. Confiemos en su poder y amor sobre nosotros. Que la Virgen nos permite ser dóciles al Espíritu Santo para que Dios pueda reinar en nosotros y en nuestras familias.


[1] Benedicto XVI. Ángelus (17-06-2012)

[2] Tratado del Amor de Dios

[3] Ángelus (17-06-2012): El Reino: Crecimiento y contraste

Deja un comentarioCancelar respuesta

%%footer%%