Mediocridad, tibieza espiritual y reforma de vida

Un tema que puede ayudarnos a iniciar el 2026 con más realismo.

1. Introducción: ¿De qué hablamos cuando hablamos de mediocridad espiritual?

La mediocridad espiritual no es el pecado grave. Es algo más cotidiano y, por eso mismo, más peligroso: vivir instalados en el mínimo, sostener una fe sin tensión, sin combate, sin deseo de agradar a Dios con toda el alma. No es caer, porque caemos todos; es dejar de levantarse con decisión, acomodarse a una vida interior que ya no busca crecer.

Se puede decir sin rodeos, para que el corazón despierte. La mediocridad espiritual es vivir como si Dios no mereciera lo mejor de mí. No como si Dios no existiera, sino como si bastara con darle las sobras.

Aquí conviene una distinción que salva a los que combaten de la tristeza inútil. Una cosa es la debilidad, otra la tibieza. Debilidad es el que cae y lucha, el que vuelve, el que pide perdón, el que no se resigna. Mediocridad, tibieza, es el que se acostumbra a caer y ya no lucha en serio, el que se instala. Esta charla no quiere aplastar al que pelea. Quiere incomodar al que se ha sentado.

2. La mediocridad en la vida en general

Antes de entrar en lo espiritual, conviene mirar el marco humano, porque el alma también se educa o se deforma con hábitos muy concretos.

La mediocridad humana es vivir por debajo de las propias posibilidades reales, conformarse con “cumplir” sin aspirar a la excelencia, sustituir el ideal por la comodidad. No es falta de talentos, casi nunca; es falta de decisión sostenida.

Suele nacer de causas simples. Miedo al esfuerzo, ausencia de un horizonte alto que valga la pena, cultura del mínimo esfuerzo, rutina sin sentido. Se pierde la tensión interior. Se vive al ras.

Y sus efectos aparecen, aunque uno no los nombre. Frustración difusa, cansancio interior, cinismo, una vida sin alegría verdadera. No porque falten cosas, sino porque falta altura.

Y si esto es grave en lo humano, lo es más en lo espiritual, porque ahí está en juego algo mayor. No se trata de rendir menos, sino de amar menos.

3. Qué es la mediocridad espiritual, o tibieza

La tibieza, en lo esencial, es esto: cumplir externamente sin fervor interior, sin lucha ascética real, sin deseo serio de santidad. No es negar a Dios; es tratarlo como un asunto secundario. No es odio; es indiferencia práctica.

Podemos describir algunos rasgos típicos, para que cada uno se mire sin excusas. El tibio ora, sí, pero sin atención ni combate, con la mente suelta y el corazón lejos. Cumple, sí, pero sin amor, como quien cumple un trámite. Justifica sus faltas, las disimula con frases piadosas. No quiere pecar “grave”, pero tampoco quiere convertirse en serio. Vive un cristianismo administrado, no entregado.

Aquí San Ignacio es de una lucidez implacable. Él no apunta primero a pecados escandalosos. Apunta a la falta de decisión, al alma que no se ordena. La primera semana no busca “sentirse mal”, busca salir de la mediocridad y entrar en lucha. Porque el enemigo sabe que, si te instala en lo mínimo, ya no necesita tentarte con grandes caídas: te va apagando.

4. Causas de la mediocridad espiritual

Aquí está el corazón del diagnóstico. La tibieza no aparece de golpe. Se instala por acumulación.

Primero, falta de horizonte alto. La santidad se mira como algo para otros. Se vive sin ideal claro. Se reza, se cumple, se sostiene el edificio, pero sin fuego. Cuando falta una meta grande, todo se vuelve pequeño.

Segundo, pérdida del sentido del pecado venial deliberado. “No es tan grave”. Y como no es grave, se repite. Y como se repite, se normaliza. Y como se normaliza, se hace hábito. Así se enferma el corazón. El mal pequeño, consentido, acostumbra el alma a no resistir.

Tercero, rutina espiritual sin alma. La oración hecha “porque toca”, los sacramentos sin preparación ni acción de gracias, el plan de vida convertido en formalidad. Se conservan las formas, pero se pierde el centro.

Cuarto, falta de ascetismo concreto. Cero lucha con el carácter, ninguna mortificación real, todo queda en buenos deseos. Se sueña con una vida interior intensa, pero no se paga el precio de lo concreto. Sin renuncias pequeñas, la voluntad se vuelve blanda.

Quinto, no revisar la vida. Aquí la tibieza se asienta como en su trono. Plan de vida hecho una vez y nunca revisado. Meses enteros sin preguntarse con verdad: “¿Estoy mejor que antes o igual?”. La mediocridad se instala cuando uno deja de mirarse con sinceridad y deja de ajustar.

5. Efectos de la mediocridad espiritual

En el alma aparece una tristeza particular. No siempre es dolor, a veces es una especie de gris permanente. Tristeza espiritual, falta de gozo, sensación de estancamiento. El alma sigue “en cosas de Dios”, pero sin gusto, sin libertad, sin respiración.

En la relación con Dios, el centro se desplaza. Dios deja de ser centro y se vuelve marco. La oración pesa. Se pierde la familiaridad. Se vive con Él, pero como con un conocido, no como con el Amado.

Y en la vida concreta la tibieza da frutos pobres. Falta fecundidad apostólica. Hay un escándalo silencioso: “si así es la fe, no atrae”. Y crece la división interior: una cosa es la fe, otra la vida real. Cuando el corazón se divide, el amor se enfría.

6. Remedios. Salir de la mediocridad

Aquí no sirven entusiasmos momentáneos. Se necesita una reforma realista, concreta, sostenida.

Primero, volver a un ideal claro y realista. No “ser perfecto”, sino algo verificable. Amar más a Dios hoy que hace tres meses. Combatir un defecto concreto. Recuperar la intención pura. Sin un norte, el alma flota.

Segundo, reforma concreta del plan de vida. Clave ignaciana. El plan no es para toda la vida, es por etapas. Por eso hay que pensarlo para este tiempo real, no para un “ideal” abstracto. Menos cosas, pero mejor hechas. Oración quizá más breve, pero con atención real. Examen breve, pero diario y concreto. Sacramentos mejor preparados. No es multiplicar prácticas, es recuperar calidad de amor.

Tercero, el examen particular como antídoto principal. Sin examen no hay progreso. La mediocridad vive de la falta de revisión. El examen despierta la conciencia, rompe la rutina, vuelve concreta la lucha. La santidad empieza por un punto claro que se pelea cada día, humilde y tenazmente.

Cuarto, revisión periódica. Cada quince días o cada mes, tomar la vida y mirarla de frente. ¿Qué propósitos sigo cumpliendo? ¿Qué ya abandoné? ¿Qué hay que ajustar? Esto evita el autoengaño, que es el alimento secreto de la tibieza.

Quinto, pequeños actos heroicos. No grandes gestos, sino fidelidad en lo pequeño, renuncias voluntarias, lucha con el carácter. La mediocridad no se vence con discursos, sino con decisiones pequeñas, repetidas, sostenidas, ofrecidas por amor.

7. Conclusión

La tibieza no se cura con emociones. Se cura con decisiones renovadas. No se trata de “sentirme mejor espiritualmente”, sino de amar más y mejor, aunque cueste.

Queda una pregunta simple, para cerrar con verdad. Si hoy Dios te preguntara: “¿Me estás dando lo mejor de ti?”, ¿qué responderías con honestidad?

Entonces, una salida concreta. Esta semana, revisar el plan de vida. Elegir un solo punto serio de reforma para este tiempo. Volver a la lucha con humildad y perseverancia. Porque no se trata de ser impecables, se trata de no resignarnos. Dios no merece el mínimo. Merece lo mejor. ■


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