[Trascripción de audio de homilía]
Jesús hoy te pregunta: ¿qué quieres que haga por ti? Si Él te hiciera esa pregunta ahora mismo, ¿qué le responderías? ¿Lo tienes claro? En el Evangelio aparece un hombre, un ciego, que lo tenía clarísimo: quería ver. Ese hombre somos nosotros.
Era un ciego que pedía limosna y estaba al borde del camino. Ciego porque no podía ver. De hecho, dice el texto que había perdido la vista y quería recobrarla. También nosotros tenemos una discapacidad en el alma, una incapacidad del alma que es peor que una discapacidad en el cuerpo: no poder ver la realidad.
Aún peor, no poder ver las cosas que Dios quiere que veamos. No poder ver la realidad como es, natural y sobrenatural. No darnos cuenta de las cosas y, por eso, no poder amar. No darnos cuenta de quiénes somos y quiénes son los demás, de quién es Dios. Hemos perdido la vista también, como el ciego. Sin embargo, muchas veces nosotros no lo reconocemos; en cambio, el ciego sí lo reconoció: “Estoy ciego”. Además, no tenía respeto humano.
¿Cómo se dio cuenta de que no podía ver? No tuvo miedo, no tuvo vergüenza de pedir ayuda a gritos. En cambio, nosotros muchas veces, por más ciegos que sepamos que estamos, no queremos pedir ayuda. En cambio, este ciego sí pidió ayuda a gritos.
UN CIEGO INDIGENTE QUE SABE PEDIR
Era un ciego que pedía limosna, es decir, un ciego que era indigente y necesitaba de otros para vivir. Entonces pide. Nosotros también deberíamos pedir a Dios lo que necesitamos, sabiendo que sin Él nada podemos (cf. Jn 15,5).
Pedía limosna y estaba al borde del camino. Todo pasaba delante de él y él permanecía aparentemente pasivo, porque lo único que podía hacer era esperar y gritar. Así que este ciego pide, escucha, se abre.
El Evangelio dice que, al oír lo que pasaba, reaccionó. Solo le quedaba el oído, como cantamos en el Tantum ergo: la fe suple lo que los sentidos no alcanzan. Porque la fe entra por el oído (cf. Rom 10,17), y este ciego no podía ver, pero podía oír.
No podía ver evidencias. Y muchas veces nosotros queremos evidencias experimentales, científicas, datos mensurables para poder creer. Este no podía ver, pero creyó por lo que le dijeron: “Pasa Jesús de Nazaret”. Entonces grita.
Pide, escucha, pregunta quién es y grita: “Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí”. Esta es la famosa oración del corazón: la del peregrino ruso, la de la Filocalia, la del Oriente cristiano. La oración del corazón: “Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí”. Una jaculatoria que tendríamos que gritar interiormente cuando estemos más ciegos, cuando no podamos ver qué es lo que Dios nos pide, cuando estemos indigentes.
JESÚS QUE SE DETIENE, MIRA Y LLAMA
“Señor Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí”. ¿Y qué hace Jesús? Se paró, se detuvo. Es decir, se concentró en ti, en el ciego. Te mira.
La mirada de Jesús es la mirada del Padre, esa mirada de la que habla Jacques Philippe en su libro sobre la paternidad espiritual: una mirada que te da identidad, que te da amor. Cuando Jesús te mira, se detiene y te mira de verdad.
Entonces manda que te traigan delante de Él. Y el ciego, a diferencia de nosotros tal vez, fue dócil y se abandonó a lo que Dios le pedía y se dejó llevar. Se confió a los medios que Dios le proponía, que Jesús le daba: “Ven a mí”. Y el ciego va.
A veces nosotros somos muy reticentes a aceptar los medios que Dios nos pone. Queremos ver, pero según nuestros propios caminos, no según los caminos de Dios. Queremos luz, pero a nuestra manera, no a la suya.
SEÑOR, QUE VEA
Jesús le pregunta después: “¿Qué quieres que haga por ti?” Y está la respuesta clara: “Señor, que vea; que recupere la vista”. Todo lo que el ciego había soñado se da en ese momento.
Y todo lo que nosotros queremos, en el fondo, está ahí: “Señor, que vea”. Pregúntate hoy: ¿qué cosa quieres ver? ¿Qué te falta ver? ¿Qué quisieras distinguir mejor hoy?
“Señor, que vea tu amor. Señor, que vea, que me dé cuenta de la verdad de las cosas, que pueda discernir y amar de verdad. Señor, ábreme los ojos y contemplaré las maravillas de tu voluntad” (cf. Sal 119[118],18).
Esta gracia se la pedimos a Jesús por María: “Ábreme los ojos y contemplaré las maravillas de tu voluntad”. Que Dios los bendiga, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.
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