Adviento: prepararnos para la alegría combatiendo la tristeza

El Adviento es un tiempo de preparación para la alegría. Y para prepararnos bien para la alegría de la Navidad, conviene combatir lo que nos la quita: la tristeza.

Nos ponemos tristes cuando consideramos que tenemos algo malo aquí, en el presente. En estas fechas se siente mucho la ausencia de un familiar: tal vez ha fallecido, tal vez no puede estar ahora con nosotros, no puede viajar. También puede venir tristeza por la enfermedad: uno o algún ser querido en el hospital. O por un problema en la familia, un problema económico. Son cosas reales: uno las ve como algo malo… y eso entristece.

Ojo: no es que esté mal estar triste por un familiar que ha fallecido. Eso es natural. El tema es cuando la tristeza se vuelve demasiada, y no tratamos de enfocar el dolor de un modo distinto: ahí sí, esa tristeza puede alejarnos de la alegría que Dios quiere darnos incluso en medio del sufrimiento.

Entonces, ¿cuál es el remedio? ¿Cómo se combate esa tristeza, eso malo que sentimos que objetivamente tenemos? Por medio de algo bueno. Y lo más bueno que hay es Dios mismo, presente. Hoy lo hemos rezado en el cántico: “Mi corazón se regocija en el Señor… me alegro en tu salvación” (1 Sam 2,1). Y María también lo dice: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador” (Lc 1,46-47). Dios hay que verlo como algo bueno —y como Alguien presente—: eso ayuda a combatir la tristeza y el desánimo.

Más concretamente: recordar las cosas buenas que Dios ha hecho contigo. María lo expresa así: “Él hace proezas con su brazo” (Lc 1,51). Recordar esas “proezas”, esas cosas buenas de Dios en tu historia. Y ayuda mucho incluso escribirlas, porque al escribirlas las vuelves concretas: te esfuerzas por pensarlas, ordenarlas, diferenciarlas… y se te hace más visible la bondad de Dios en tu vida.

Por eso: combatir la tristeza por medio de la bondad de Dios, y purificar la memoria. San Juan de la Cruz habla de “desembarazar” o purificar la memoria para que quede libre para Dios (cf. Subida del Monte Carmelo, III, 2, 14). Y en esa misma línea, Santa Teresa de los Andes lo dice con una frase muy simple y luminosa: “Dios es alegría infinita” (Carta 101).

Y así, alegrarnos de un modo espiritual aun en medio de lágrimas. Hoy lo vemos también en esa escena tan humana de Ana: “Yo soy aquella mujer que estuvo aquí junto a ti implorando al Señor. Por este niño oraba, y el Señor me concedió lo que le pedí” (1 Sam 1,26-27). Alegría en medio de sufrimientos: lloró, pidió, esperó… y Dios actuó.

Pidamos a María Santísima esa gracia: que podamos combatir la tristeza natural (que a veces es inevitable), recordando con memoria limpia lo bueno que Dios ha hecho con nosotros, para elevar el corazón a Él y preparar, de verdad, la alegría de la Navidad. Ave María Purísima.


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