Idolatría al trabajo: workaholics

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Una de las cosas que más fácilmente sufrimos es el desorden. No me refiero al desorden exterior, como quien tiene la habitación desordenada o el escritorio de Windows lleno de archivos temporales. Me refiero al desorden interior, el cual se puede comprobar viendo a nuestros distintos quereres competir por saciarse desordenadamente -uno más rápido que el otro- sin nada ni nadie que regule esa carrera. Así vemos al deseo de alimentarnos compitiendo con el desordenado amor propio, y al deseo de grandes empresas compitiendo con el no querer esforzarse. ¡Se pisan unos a otros! Y si no hay una acción contra esta entropía parecen que terminarán pisándonos a nosotros mismos mientras nos hundimos en una suerte de torbellino existencial.

1.      Desorden por el trabajo

Uno de los desórdenes que encontramos latente en nuestra naturaleza humana es la “dependencia afectiva”, la cual puede ser entendida como una búsqueda de seguridad en personas o cosas de una manera exagerada. Cuando relacionamos esta clase de dependencia con la vida laboral, entonces aparecen otros términos como “workaholic”, “stress” y “burnout”, llevándonos a un estado de vacío e insatisfacción

Cuando ésta dependencia desordenada por el trabajo no se da por necesidad económica, sino como un mecanismo de búsqueda de seguridad emocional, podemos entenderla como una especie de avaricia.

La misma avaricia que San Pablo la equipara con la “idolatría” en Ef 5,5: “Porque tened bien entendido que ningún fornicador, o impúdico, o avariento, lo cual viene a ser una idolatría, será heredero del reino de Cristo y de Dios”.

Aunque hay muchos libros y artículos escritos sobre el tema del workaholismo en la cultura moderna, me limito a describir algunos elementos usando la doctrina de Santo Tomás de Aquino.

2.     El desorden afectivo por el trabajo es avaricia

El Aquinate afirma que la avaricia es pecado, ya que se desean los bienes exteriores de manera desordenada, dejándolos de usar como simples medios para llegar a un fin. Es entonces cuando se los pone como el mismo fin.

Es decir, se tiene una dependencia afectiva con el deseo de adquirir bienes exteriores. Estos bienes, aunque deberían ser deseados solo como medios para llegar al fin, son buscados como si fueran el mismo fin. Se podrá ver la gravedad de esta confusión entre medios y fines cuando se recuerda que el fin del cual habla Santo Tomás es la bienaventuranza, gozar de Dios en el cielo.

No hay regla más segura para evaluar el uso de los bienes que el tanto-cuanto de San Ignacio de Loyola. Lo explica así  Santo Tomás (II-II, 118, 1): “… el pecado se da en el exceso de esta medida, cuando se quieren adquirir y retener las riquezas sobrepasando la debida moderación. Esto es lo propio de la avaricia, que se define como el deseo desmedido de poseer. Por tanto, es claro que la avaricia es pecado.”

Aún más, Santo Tomás nos dice que hay dos tipos de avaricia. Una que se refiere a la acumulación de cosas terrenas, y otra que es más bien el exceso de “afecto interior que se tiene a las riquezas”. Podemos considerar una “riqueza” al trabajo y su sensación de plenitud cuando se excede la medida adecuada: “La avaricia puede implicar inmoderación en los bienes exteriores de dos modos. Uno, inmediato, referido a la adquisición y retención de los mismos, y se da cuando uno los adquiere y retiene más de lo debido. En este aspecto, la avaricia es pecado directamente contra el prójimo, porque uno no puede nadar en la abundancia de riquezas exteriores sin que otro pase necesidad, pues los bienes temporales no pueden ser poseídos a la vez por muchos. En un segundo modo, la avaricia puede importar inmoderación en el afecto interior que se tiene a las riquezas; por ejemplo, si se las ama o desea gozar de ellas desmedidamente. Entonces la avaricia es pecado contra uno mismo, por lo que implica de desorden, no del cuerpo, como en los pecados carnales, sino de los afectos. Como consecuencia lógica, es pecado contra Dios, como todos los pecados mortales, en cuanto se desprecia el bien eterno por un bien temporal.”

Podemos así catalogar entonces el afecto inmoderado al trabajo como un pecado contra uno mismo ya que se desordenan los afectos que deberían estar dirigidos a usar de los bienes creados “tanto cuanto” nos sirvan para nuestro fin último. Seguidamente, Santo Tomás concluye que también es un pecado contra Dios porque no se aprecia correctamente (se desprecia) el bien eterno prefiriendo un bien temporal como es el trabajo. Esto lo podemos catalogar en la idolatría.

3.      ¿Por qué la dependencia del trabajo está relacionada con la avaricia e idolatría?

Santo Tomás explica así, comentando el pasaje de Ef 5,5 en donde San Pablo identifica la avaricia con la idolatría: “Advirtamos que aquí llama a la avaricia idolatría, porque efectivamente hay idolatría cuando se rinde a la criatura la honra debida a solo Dios. Ahora bien, esta honra se le debe por doble título [a Dios], es a saber, el de poner en Dios nuestro fin, y el de, como término, depositar en Dios nuestra confianza. Luego, el que en las criaturas pone esta confianza y este fin es reo de idolatría.”

Adorar a una criatura como si fuera Dios. Pero viéndolo de manera más amplia, el relacionarse desordenadamente con una criatura, poniéndola como fin de nuestra vida y no como medio para llegar al fin, que es Dios; es ya una especie de idolatría. Así sucede con el trabajo cuando lo ponemos como el fin de nuestra propia satisfacción.

4.     La dependencia al trabajo

Fernando Pérez del Río escribe en un libro sobre este tema la diferencia entre la adicción al trabajo y dependencia al trabajo, la cual es más común[1]:

“La adicción al trabajo: Está más relacionada con la impulsividad, con la falta de control, y hay una desestructuración en las tres áreas de la persona: pensamientos, conductas y emociones. La adicción comienza cuando una persona inicia una actividad y pierde el control sobre lo que hace. Clásicamente se ha dicho que, en este caso, la actividad controla al individuo.

En definitiva, hablamos de dependencia del trabajo cuando existe un grado, por pequeño que sea, de control. Es decir, la dependencia la relacionamos con conceptos más filosóficos, con los valores vitales, con la profunda creencia de necesitar “algo”. Como característica sobresaliente encontramos signos de inmadurez, una especie de “apego inmaduro”.

Los dos conceptos de adicción y dependencia son parecidos. Entre ellos se dan cuestiones de grado, es decir, mientras el adicto sale disparado a comprar tabaco a la hora que sea, el dependiente, por su parte, puede tener las mismas ganas de fumar pero se queda en casa comiéndose las uñas.

(…) la adicción es el último escalón en cuanto a la gravedad. Entre las personas con problemas relacionados con el trabajo encontramos más frecuentemente las situadas en el nivel de dependencia que en el de adicción.”

5.     Consecuencias del workaholismo

En un artículo titulado “Lectura personalista de la adicción al trabajo”, el doctor Luis Fernández-Ochoa detalla que el activismo desenfrenado rompe la armonía vital y[2] “…no es más que un síntoma de algo más profundo, es como la punta de un iceberg, pero todos sabemos que por imponente que sea lo que vemos de uno de estos inmensos témpanos de hielo es más grande lo que está bajo la superficie del mar (se estima que habitualmente lo que está a la vista es apenas una octava parte de su volumen total)”.

Así mismo menciona que se produce un desgaste conocido como “síndrome de agotamiento profesional o burnout, una situación que puede provocar un importante deterioro físico y mental e interferir en el trabajo cotidiano, con lo cual vale la pena reflexionar sobre lo que significa una vida de calidad o, en términos clásicos, una vida buena, puesto que la tardomodernidad nos ha impuesto “un ritmo cada vez más desaforado y urgente en la vida, en el trabajo, en los viajes, en el placer, en la música, un ritmo que excluyó lo divino y que pronto excluirá lo humano” (Ospina, 1999, p.48)”.

Dice además que hay tres aspectos tras la adicción al trabajo: vacío, soledad y miedo. Incluso, algunos autores lo relacionan este activismo con una depresión enmascarada[3]: “parece ser esta causa una incapacidad (o temor de ser incapaces) para la contemplación, el ocio intelectual, la oración; es decir, las actividades del espíritu. Por esta razón se da, a veces, una depresión larvada en casos de hiperactividad: ese exceso de laboriosidad (incluso en forma de adicción al trabajo) puede esconder un miedo al vacío del silencio, del descanso, del “no tener otra cosa que hacer fuera del pensar”. Esto es realmente grave porque implica una frustración de la principal actividad del hombre: la actividad espiritual, artística, humana por excelencia.”

Otra descripción de los efectos de la dependencia desordenada al trabajo la da Luis Fernández-Ochoa: “una vida inauténtica en la que el hombre vive como expulsado de sí, confundido con el tumulto exterior, sin dominio, sin memoria, sin proyecto, que es como describe Mounier la “vida inmediata”; una vida que no conoce el recogimiento en el centro íntimo para recobrarse y recuperarse (Mounier, 1989), sino que se vuelca por completo a lo exterior y se dedica a lo inventariable, “con un gusto vulgar por contar, por contarse y hacer contar, por exponer y hurgar” (Mounier, 1989, p.66); así pues, al estar en todo momento agitándose y “alienándose en el trabajo” (Mounier, 1989, p.70), ajena a las fuentes interiores en las cuales se puede refrescar, llega a carecer de densidad y de fondo. De esta manera el trabajo, en lugar de contribuir a la afirmación de la persona, que consistiría en darse un campo para poder singularizarse, exterioriza al hombre, lo priva de vida interior, le roba la libertad, lo deja sin tiempo para el encuentro interpersonal y lo confina en el aquí y en el ahora, impidiéndole trascender y encontrarse con el Absoluto.

Byug-Chul Han escribe que “cada época tiene sus enfermedades emblemáticas” (2019, p.13), y que las enfermedades neuronales, a causa de la superproducción, el superrendimiento y la supercomunicación, son lo propio de nuestro tiempo, o sea, la fatiga y la saturación que funden al hombre y lo llevan a un colapso por sobrecalentamiento, es decir, que lo conducen a una depresión por agotamiento y a una frustración existencial (Frankl, 1994), porque tras autoexplotarse para maximizar el rendimiento -pensando que de ese modo asegura su vida- finalmente se encuentra con una existencia vacía existencial (Frankl, 1994), autorreducido a la condición de animal laborans (Han, 2019, p.41)”.

6.     La solución de orden

Vemos que el desorden afectivo por el trabajo puede camuflarse fácilmente sin que nos demos cuenta, ya que se unen tres factores decisivos: una actividad necesaria (trabajar), que a su vez es placentera y productiva.

Si queremos llevar una vida verdaderamente humana y buena, debemos buscar reducir al mínimo el desorden de nuestra concupiscencia. ¿La solución? En primer lugar, una visión realista de la vida que nos ayude a clasificar las actividades mediante un sistema de valores objetivo. En segundo lugar, mucha disciplina para ser consecuentes con ello sin dejarnos guiar por nuestros puros gustos o miedos. Es decir, adquirir las virtudes de la prudencia y sobre todo, la templanza. Y finalmente, pero aún más importante ya que es lo único que puede ayudarnos verdaderamente a ordenar nuestro ser: una intensa vida de gracia fruto de la eficacia de los sacramentos y la oración. Usualmente esta última es percibida por muchos workaholicos como “una pérdida de tiempo”, sin embargo, es precisamente allí -en el silencio- donde encontrará su Remedio.


[1] “Nuevas adicciones: ¿Adicciones nuevas?” http://www.biblioteca.cij.gob.mx/Archivos/Materiales_de_consulta/Drogas_de_Abuso/Articulos/LibroNuevasAdiccionesNSP.pdf

[2] https://revistas.upb.edu.co/index.php/revista-institucional/article/view/7585/6802

[3] P. Miguel Ángel Fuentes, Educar los afectos, pág. 111

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